martes, 31 de enero de 2012

Me gustan los libros



Me seducen, me atrapan porque transgreden todo lo que hasta un determinado momento he considerado como verdadero o falso. Cuestionan. Los libros enseñan a cuestionar la vida. La propia y la de otros, con el fin de transformarla en lo que realmente queremos que sea. Me es imposible dejar de pensar en Borges y la gran fascinación que el escritor sentía por las bibliotecas. Él decía que, de existir el cielo, debía ser sin duda una gran biblioteca. Imagino que quiso señalar que en aquel paraíso existirían muchos libros, quizá los libros de cada una de las personas que habitan este planeta. Sea como sea, los libros la llevan, y me sorprende ver el poco o nulo tiempo que dedicamos a cultivar la amistad con ellos. Hoy en día la situación ha cambiado mucho desde hace algunos buenos cientos de años atrás en que la lectura era una actividad mucho más probable de lo que es hoy en día. Y es clara la explicación: las personas de esas épocas no tenían los distractores que tenemos los que vivimos en el presente. Hoy en día, desde el preciso momento en que ponemos un pie en nuestros hogares, encendemos televisor, radio, computador, internet, banda ancha, wifi, teléfono, y cuanto electrodoméstico tengamos enfrente con el fin de evadir el encuentro con la tranquilidad. Hace pocos días una amiga me decía, al llegar a casa: “no soporto el silencio”, mientras prendía el televisor y sintonizaba cualquier canal. La cosa es clara: el hombre y la mujer actual no soporta el silencio, requisito indispensable para el desarrollo de actividades como la lectura. Hace cientos de años, cuando alguien llegaba a su morada, ¿qué hacía? Imagino que prender una vela, abrir las ventanas, ordenar un poco y luego, si tenía la suerte de saber leer, abrir un libro y comenzar el viaje. ¿Y luego?, pues bueno, si había ya leído los suficientes, quizá hasta le daban ganas de escribir uno. Se cree, por ejemplo, que Miguel de Cervantes Saavedra muy probablemente comenzó su colosal Don Quijote de La Mancha mientras pasaba el tiempo en prisión. O el Marqués de Sade, quien compuso algunos de sus mejores párrafos bajo el dominio del encierro.
No quisiera decir con esto que para escribir o leer hay que estar encerrado bajo siete llaves, sino más bien que, para poder realizar cualquiera de estas dos actividades, es necesario reducir los distractores que puedan generar que la atención se pierda. Virginia Woolf fue una de las escritoras que se cabeceó con estas cuestiones. En su libro “Un cuarto propio”, la británica plantea que el campo artístico literario, en tanto posibilidad expresiva de la mujer, se ha visto terriblemente entorpecido por un solo hecho: las protagonistas de la escritura femenina son mujeres que han debido enfrentar todo tipo de distractores a lo largo de los siglos. Partiendo por el cuidado de los hijos. 

Por tanto, si nos esforzamos un poco y apagamos el televisor, es posible que nuestros espacios cotidianos gocen del mismo silencio que hubo en aquellos de hace cientos de años. Aquel bendito silencio que posibilita, entre otras muchas actividades, la lectura. Ese silencio tan poco respetado que hoy en día no es posible encontrar ni siquiera en las bibliotecas públicas, donde, para desgracia de todos los seres humanos, es muy probable verse interrumpido por minúsculas radios chirriando la melodía de alguna canción. Es de esperar que la cosa cambie.
Eso por hoy. Ha sido un placer. Dicho esto y con la esperanza de que bajemos un poco el volumen para no molestar al vecino, apagaré el pc y abriré un libro, deseando, ojalá, que ustedes hagan exactamente lo mismo.

martes, 24 de enero de 2012

La gente

La gente me pregunta constantemente cómo se ha de hacer una olla de arroz que contenga tres millones, ochenta y dos granos. Al principio pensaba que era una tomada de pelo, pero luego de meditar por unos segundos, me di cuenta de la seriedad ineludible de la pregunta. Tanto así, que después de hacer complicados y preparados bosquejos para entenderla, me di cuenta que no viene al caso detenerme en ese asunto. Es comprensible que yo, un analfabeto de treinta y dos años no viera a primera vista la importancia de tal cantidad – y no otra – pero quienes me leen seguramente se aburrirían de sobremanera si me pusiera a explicar una por una las causas de esta incertidumbre sin resolución. Basta revisar los periódicos que diariamente se emiten para poder vislumbrar semejante cuestión, o ¿es que la cantidad de nubes en el cielo o de hojas en los árboles no representan razón suficiente para usted? Si así fuera, le rogaría dejar de leer en este momento, pues quizá no comprenda nada, lo que podría ocasionar daños irreparables en su ego.