Me seducen, me
atrapan porque transgreden todo lo que hasta un determinado momento he considerado
como verdadero o falso. Cuestionan. Los libros enseñan a cuestionar la vida. La
propia y la de otros, con el fin de transformarla en lo que realmente queremos
que sea. Me es imposible dejar de pensar en Borges y la gran fascinación que el
escritor sentía por las bibliotecas. Él decía que, de existir el cielo, debía
ser sin duda una gran biblioteca. Imagino que quiso señalar que en aquel
paraíso existirían muchos libros, quizá los libros de cada una de las personas
que habitan este planeta. Sea como sea, los libros la llevan, y me sorprende
ver el poco o nulo tiempo que dedicamos a cultivar la amistad con ellos. Hoy en día la situación ha cambiado mucho desde hace algunos
buenos cientos de años atrás en que la lectura era una actividad mucho más
probable de lo que es hoy en día. Y es clara la explicación: las personas de
esas épocas no tenían los distractores que tenemos los que vivimos en el
presente. Hoy en día, desde el preciso momento en que ponemos un pie en
nuestros hogares, encendemos televisor, radio, computador, internet, banda
ancha, wifi, teléfono, y cuanto electrodoméstico tengamos enfrente con el fin
de evadir el encuentro con la tranquilidad. Hace pocos días una amiga me decía,
al llegar a casa: “no soporto el silencio”,
mientras prendía el televisor y sintonizaba cualquier canal. La cosa es clara:
el hombre y la mujer actual no soporta el silencio, requisito indispensable
para el desarrollo de actividades como la lectura. Hace cientos de años, cuando
alguien llegaba a su morada, ¿qué hacía? Imagino que prender una vela, abrir
las ventanas, ordenar un poco y luego, si tenía la suerte de saber leer, abrir
un libro y comenzar el viaje. ¿Y luego?, pues bueno, si había ya leído los
suficientes, quizá hasta le daban ganas de escribir uno. Se cree, por ejemplo,
que Miguel de Cervantes Saavedra muy probablemente comenzó su colosal Don
Quijote de La Mancha mientras pasaba el tiempo en prisión. O el Marqués de
Sade, quien compuso algunos de sus mejores párrafos bajo el dominio del
encierro.
No quisiera decir
con esto que para escribir o leer hay que estar encerrado bajo siete llaves,
sino más bien que, para poder realizar cualquiera de estas dos actividades, es
necesario reducir los distractores que puedan generar que la atención se
pierda. Virginia Woolf fue una de las escritoras que se cabeceó con estas
cuestiones. En su libro “Un cuarto propio”, la británica plantea que el campo
artístico literario, en tanto posibilidad expresiva de la mujer, se ha visto
terriblemente entorpecido por un solo hecho: las protagonistas de la escritura
femenina son mujeres que han debido enfrentar todo tipo de distractores a lo largo de los siglos. Partiendo por el cuidado de los hijos.
Por tanto, si nos esforzamos un poco y apagamos el televisor, es posible que
nuestros espacios cotidianos gocen del mismo silencio que hubo en aquellos de
hace cientos de años. Aquel bendito silencio que posibilita, entre otras muchas
actividades, la lectura. Ese silencio tan poco respetado que hoy en día no es
posible encontrar ni siquiera en las bibliotecas públicas, donde, para
desgracia de todos los seres humanos, es muy probable verse interrumpido por
minúsculas radios chirriando la melodía de alguna canción. Es de esperar que la
cosa cambie.
Eso por hoy. Ha sido un placer. Dicho esto y con la esperanza de que bajemos un
poco el volumen para no molestar al vecino, apagaré el pc y abriré un libro,
deseando, ojalá, que ustedes hagan exactamente lo mismo.