lunes, 14 de enero de 2013

¿Qué harás con esos libros?

Ya han pasado algunos días de esas fiestas tremendas llamadas  navidadaño nuevo. Inevitablemente se empiezan a alejar las imágenes de compras compulsivas y fuegos artificiales para dar paso a la idea de la playita y sol de las vacaciones. En mi país, Chile, tenemos una costa de más de cuatro mil kilómetros. Tenemos también, a pocas horas de ese mar, una tremenda cordillera que en invierno está llena de nieve, tenemos valles, los mejores vinos del mundo, tenemos piscinas, librerías, teatros, vacas, caballos, laboratorios, casas y gente relativamente hospitalaria. O sea, hay panorama. En verano la zona se llena de turistas, principalmente argentinos, buscando la mano chilena que siempre sabe arreglársela para armar alguna arrancadita de rutina. Desgraciadamente, como muchos otros compatriotas, hay quienes seguimos trabajando en estas fechas calurosas, por lo que cualquier posibilidad de entretención tiene que ver más bien con la idea de cambiar de escenarios a través de la lectura de algún buen libro y no tanto con la posibilidad de realizar viajes en carne y hueso. Será por eso quizá que siempre pido libros como regalo de navidad y cumpleaños (sucede que estoy de cumpleaños dos días antes de navidad, para ser exactos, el 23 de diciembre, sucede también que estoy haciendo un máster en literatura), o debiera decir mejor cumpleaños y navidad. Este año 2012 que recién pasó no fue la excepción y aunque ni siquiera los pedí, me llegaron por lo menos cuatro. Uno me compré yo (fue un autoregalo: Conversaciones con Mario Levrero, que aún no termino), dos me regaló mi madre y el último me lo dio mi tía un poco atemorizada pues no sabía si iba a gustarme. Tía, le dije yo para sacarla del aprieto, si el libro cuenta una historia, ya es suficiente para mí, regálemelo con toda confianza.

Mi madre dedicándome su regalo :)

Esa noche, luego de la comida familiar, nos entregamos los regalos. Mientras todos sacaban electrodomésticos y todo tipo de utensilios envueltos en bellos papeles, yo saqué lo que sabía que recibiría (sin saber todavía sus títulos) y una vez abiertos, me los quedé contemplando arriba de la mesa. Bien bonitos que se veían. Uno de ellos, el que me regaló mi madre, Libros de Lucadel danés Mikkel Birkegaard partía así: 

"Todos los amantes de los libros 
saben del poder de la palabra escrita, 
pero no se imaginan hasta dónde 
puede llegar"

Fascinante, ¿no?, ese sería sin duda el primero que empezaría a leer.
El resto seguía engullendo los pedazos de comida que aún tenían en sus platos. Mi papá se esforzaba en atender bien y nos seguía sirviendo vino a quienes queríamos seguir tomando. Mi tía y yo extendíamos las copas casi al mismo tiempo una vez vaciadas de la repetición anterior. De repente mi abuela me habló. ¿Qué harás con ellos?, me dijo, señalándome los libros que tenía en la mesa. Antes de seguir debo hacer una aclaración. Si yo amo la lectura, es porque algunas personas en mi familia la amaron también. Una de estas personas fue mi abuela, la misma que en ese momento me preguntaba qué haría con los libros en un tono que me atrevería a llamar irónico. ¿Leerlos?, respondí yo. Sí, pero qué harás luego, preguntó nuevamente. Luego armaré con ellos una gran biblioteca que cuando muera donaré y llevará mi nombre. Bromeé y menos mal que rio. Enseguida siguió conversando de otras cosas con el resto de las personas, y a pesar de que yo intentaba incorporarme a algunos de los temas que se hablaba, la pregunta de mi abuela había quedado dando vueltas en mi mente, como si tuviera la secreta sospecha de que su cuestionamiento encerraba también algo de verdad.
-¿Más vino?
-Por favor.
¿Cuál era el objetivo de acumular cientos de libros si yo mismo tengo la práctica de no releerlos para no quitarle espacio al disfrute de uno nuevo? Me pregunté lo mismo que me preguntaba ella. ¿Acumularlos? ¿Y para qué? ¿Acaso no estarían mejor dando vueltas, circulando de mano en mano, aprovechándose, leyéndose, en vez de estar llenándose de polvo en mi biblioteca? Algo así como cargo de conciencia había entrado en mí. ¿Qué utilidad había en todo ello si más encima no suelo nunca prestarlos?
Después de un rato todos se fueron y yo comencé a armar mi cama en el comedor de la casa una vez que hubieron sacado los platos de la mesa. La pregunta continuaba en mi mente. 
A la mañana siguiente desperté mirando el techo, observando cómo el sol se colaba por las cortinas de esa bella ventana llena de enredaderas. Me relajaba mucho observar las delicadas líneas que se dibujaban en el techo gracias al género de la cortina que no permitía que pasara toda la luz. Me quedé así por largo rato hasta que el ruido de los niños vecinos me obligó a desperezarme. Me levanté y miré unas pequeñas figuritas de cristal que mi abuela tenía muy bien ordenadas en uno de los muebles. Había comprado ella misma, a sus 81 años, un espejo como base, para darles reflejo. Me fijé en un pequeño osito de vidrio que desde su cuerpo salían pequeños trocitos de cristal como pequeñas puntas. Había otra figurita de una pequeña locomotora. Y entonces algo así como una respues a su pregunta cayó a mí (y la respuesta cae al alma como al pasto el rocío, creo que habría dicho el Poeta).

Voy en la página 332 de 549

Si mi abuela había preguntado para qué servían un montón de libros apilados en mi dormitorio cuando nadie los estaba leyendo, me preguntaba yo entonces para qué le servían a ella un montón de figuritas de cristal que se llenaban de polvo sobre uno de sus muebles. ¡Eureka!, servían para lo mismo, en realidad. Pero la única enorme diferencia era que mis adornos podían tener utilidad práctica en cualquier momento, en cuanto yo quisiera, mientras que los de ella sólo servían para entretener la vista durante algunos minutos y nada más. Yo podía abrir un libro y sacar vida de su interior, nuevas lecturas, nuevas interpretaciones, nuevos mensajes. Incluso habiendo leído ya varias veces algunos ejemplares, siempre resultaba posible continuar extrayéndole jugo nuevo a esas frutas que no se agotan. Mientras tanto, mientras otros esperaban su turno para ser leídos por primera vez o para ser releídos una segunda o tercera, cumplían la función de  embellecer mi lugar, así como lo hacía mi abuela con las figuritas de cristal. Si había gente que tiene colecciones privadas de cuadros famosos, u otros con colecciones de automóviles, yo podía tener libros. Pinturas y autos exigían millones, mientras que los libros, por el contrario, solo pedían lo que mi bolsillo tuviera al momento de ser comprado, usualmente no más allá de 5000 pesos en alguna feria libre. Mi museo, mi pequeña Alejandría, ahí, destinada a recibir mi nueva pieza para que luego de mirarla mil veces, me decidiera a leerla. Mientras tanto leeré otros. Así es la vida ¿no? Tengo libros que me esperan hace años.Tengo otros que creo que nunca leeré (que he intentado leer ya varias veces pero que por alguna misteriosa razón nunca han logrado agarrarme). A veces compro y los leo de inmediato, o a veces me los regalan y antes de atreverme con ellos, los dejo reposar algún tiempo. Todo va en los gustos del lector y, dentro de estas artes, todo es válido mientras uno se mantenga leyendo. No soy del tipo de lector masoquista que gusta intentar leer una y otra vez lo que no entiende o lo que no logra asir (bueno, salvo con Virginia Woolf). Si quiero leer es porque quiero entretenerme, quiero pasar un rato estimulado y atento, situación que no lograré si no logro por lo menos comprender qué diablos quiere decir el autor.
Retomando el asunto, no quiero que se me mal interprete. Jamás podría estar sugiriendo que la función de los libros es ser un adorno... ¡jamás! Los libros están presentes para ser leídos, pero una vez que eso ocurre y leemos otros, podemos perfectamente dejarlos descansar ante nuestra vista para contemplarlos como los bellos objetos que son. He conocido gente que solo tiene libros como adornos y es una lástima. He conocido otras personas que ni para adorno los tienen y los ponen en cualquier sitio, casi como con vergüenza, escondiéndolos del resto. No sabría decir cuál de estos dos últimos especímenes está más equivocado que el otro. Después de todo, uno ordena su vida de acuerdo a sus propias prioridades. Si la lectura no es lo tuyo, o más bien, si no has descubierto que la lectura puede ser lo tuyo, pues claro que logro entender que  quieras hasta esconder los textos. Pero cuando, por el contrario, has encontrado la dicha, el gozo, o cualquier palabra que refleje ese tipo de estado de ánimo a través de la lectura, gracias a ese montón de letras que te narran bellamente ordenadas en un número de páginas, cuando eso te pasa, simplemente no vuelves atrás, y necesitas convivir con los libros y, por qué no, rodearte de ellos y utilizarlos, entre otras formas, como los bellos adornos que también son.

miércoles, 2 de enero de 2013

Barrio Alto

Barrio Alto
Hace un par de días terminé de leer Barrio Alto, de Hernán Rodríguez Matte (ojo, por favor, "Matte"), editado por Alfaguara. Debo reconocer que incluso antes de comenzar la primera línea, se habían activado en mí todos los prejuicios posibles ante un libro con tal nombre. ¿Quién era este nuevo cara de palo -pensaba- que se atreve a escribir jactándose de su cuna acomodada, dentro de un tiempo en que el comunismo parece estar tan de moda? ¿Quién era este hijo de su padre que tenía el coraje de enrostrar a los lectores el hecho de no haber nacido en una posición tan acomodada como la suya? Un valiente, sin duda. Este personaje era Hernán Rodríguez, como dije, rubio (y señalo este aspecto pues el narrador lo menciona repetidas veces a lo largo del texto) y bien parecido. Con esas características el texto no dejaba de ser una osadía digna de explorar, después de todo. 
Tomé el libro una noche en que no tenía mucho más que hacer. Un amigo lavaba la olla en que yo más tarde tendría que cocinar arroz y como se tomaba su excesivo tiempo en estos asuntos domésticos, me eché en el sillón de su casa con el libro en las manos para pasar un poco el rato. Estoy cansado de masturbarme... Primera línea. Hummm. Esto me suena conocido. Me suena a adolescente en crisis tirando mierda al mundo por papis ausentes. Me suena a un lejano Matías Vicuña actualizado a un presente un poco más contemporáneo. Listo, ya sabía de qué trataba y a partir de ahí no podía esperar sorpresas. Fui avanzando página tras página con una vaga sensación de entretención pero con la idea de que algo faltaba al asunto, de que la sopa tenía todos los ingredientes pero le faltaba la sal. Sí, algo faltaba ¿Qué podía ser? La lectura se había vuelto monótona, ya iba en la mitad del libro y el texto no dejaba de ser la narración de diversas situaciones que quedaban despegadas las unas de las otras. Parecía un diario de vida (bueno, en realidad está escrito en primera persona), pero no uno en que hay una lógica (incluso la lógica de lo ilógico) sino más bien en uno escrito como un collage de experiencias esparcidas en el papel sin ningún hilo conductor. Así podíamos mantenernos toda la vida. ¿Hacia dónde íbamos? Ya llevaba más de la mitad cuando supe que en realidad no íbamos a ninguna parte más allá de lo que ya había leído. Faltaba el motor, el motivo, el conflicto -dirían los entendidos-, la tuerca principal que enganchara todas las otras pequeñas tuercas de la decadencia que el autor intentaba ilustrar a través de las vivencias del protagonista. Recordé entonces cuando Stephen King decía que solo era posible distinguir los libros buenos de los libros malos leyendo la mayor cantidad posible. Se afinaba el ojo, se sentía si a la orquesta le fallaba algún instrumento o si todos tocaban al mismo ritmo, eso mismo que nos pasa a los psicólogos cuando detectamos que algo no funciona muy bien en alguna persona (un profesor solía decir que los trastornos de personalidad se "olían", se "olfateaban").
No creo que Barrio Alto sea un mal libro. Me entretuvo bastante y un lector entretenido suele ser benévolo en sus comentarios, como lo he sido en éstos; solo que pienso que podría haber sido mejor. Recuerdo a Hemingway y su Por quién doblan las campanas. Robert Jordan perfectamente podría haber conocido y amado a María mientras caminaba por los cerros de España y haberse quedado con esos elementos. Pero no, Hemingway le dio un piso a la historia, le dio la Guerra Civil Española para poner a los enamorados en verdadero jaque. Era un amor en relación a algo superior. Barrio Alto, por el contrario, no da piso a las vivencias del protagonista. Podría bien haberle puesto quizá una enfermedad, o vaya a saber uno qué cosa. Si bien el grupo de amigos acompaña al protagonista en la mayoría de sus correrías, no es capaz de constituirse como la base de la historia; ni la depresión de Benjamín, ni su uso de drogas. Como digo, la banda se queda sin escenario y tuvo que tocar desde el suelo y sin amplificación. Si tuviera que calificar el libro, le pondría un 6. Fue entretenido para pasar mis interminables horas en bus rumbo a Santiago, pero podría haber sido mejor.