martes, 16 de abril de 2013

Experiments


Se encontraban espiando las rugosidades del árbol de mi   padre cuando el guardabosques los despertó. Abrieron los ojos en el dormitorio de cortina azul, que para esas horas estaba ya violeta por los tenues rayos de sol que la cruzaban. Le preguntó si soñaban lo mismo. Ella respondió si podía ser de otra forma. Me temo que no, respondió él una vez más, dándose vuelta para el rincón intentando ver si en la pared encontraba lo mismo que le había arrebatado el hombre. Ella continuó mirando el techo a medida que oscurecía dentro de la habitación. Al poco rato nos dormimos nuevamente y estiraron las manos para recoger las manzanas maduras.

lunes, 15 de abril de 2013


Caminamos por una colina oscura donde los

 cadáveres se agolpaban a 

nuestros pies.

 Horriblemente desfigurados 

por la explosión,

 descansaban una muerte 

que no era de paz 

sino de dolor machacado 

para siempre sobre 

sus caras sin rostro. Alumbrando con una 

vela, o lo que quedaba de ella, intentando 

sortear los espacios vacíos que tantas manos

 y pies desmembrados quedaron ocupando 

silenciosamente, de pronto sentimos, en la 

noche, que algo se movía al fondo. Un ojo 

rasgado inyectado en sangre se abrió para 

observarnos. Ahí estábamos, Hiroshima nos 

miraba, a tres días ya después del fin.

domingo, 17 de febrero de 2013

Me llamo Patricia

Me llamo Patricia. Trabajo en una cafetería. Trabajo en una cafetería en el centro de la ciudad. Centro de la ciudad. Ciudad que se llama Concepción. Concepción está en Chile. Y la cafetería está en el centro de la ciudad. Aprendí a hablar hace poco, cuando los médicos me devolvieron la razón. Antes estuve postrada en una silla de ruedas mirando la lluvia de Santiago. Pensaba cosas que no recuerdo. Los recuerdos se fueron con el viento. Se fueron con el viento hacia el sur. Hacia la desembocadura. Allá se quedó todo.
Cuando llueve, también llueve acá, me pongo un impermeable que guardo en el baño y que cuando regreso dejo en el mismo sitio para que estile. Sobre la ducha lo dejo, para que estile. Cuando salgo. Cuando salgo camino por las calles y las personas me miran por mi forma de caminar. Camino con las manos. Con las manos camino, de abajo hacia arriba, mirando el suelo en vez del cielo. En verano las manos se me pegotean con chicles. Con chicles. Con chicles de fruta, menta o de ambos sabores. Pero no aprendí a hacerlo de otra manera. De otra manera, cuando me devolvieron la razón allá en el norte. Era todo lo que podían hacer, según dijeron antes de soltarme, allá en la Alameda, cerca del lugar donde murió este niño. Apaleado. Lapidado a patadas. A patadas.
Trabajo en el centro de una ciudad. Llevo cafés a las mesas. Subo por una escalera. Una escalera a la que le entra el agua en invierno y el impermeable se me moja hasta la cintura. Hasta la cintura, desde la cabeza hasta la cintura. Porque en el norte me arreglaron. Pero me dejaron media pitiada. Es todo lo que hay. La gente me mira por las calles.

lunes, 11 de febrero de 2013

Mapocho

Voy llegando a la cien...
Este es el libro que he comenzado a leer hace algunos días. Todavía no voy ni en la mitad, pero pronto lo comentaré. 

Mil soles espléndidos

Debo decir que hace mucho tiempo no leía un libro que me dejara en tal grado de shock. Tanto, que no sé muy bien cómo empezar a redactar estas líneas para contarles mi experiencia. Recibí la novela como regalo de navidad de parte de una tía (luego supe que en realidad lo había comprado mi abuela tras preguntar a los vendedores qué libro le sugerían... me resulta interesante imaginar la escena: mi abuela entrando, describiendo mis gustos, recibiendo sugerencias, etc). Al principio, cuando abrí el papel de regalo, no me tincó mucho. Me envolvió algún prejuicio medio extraño que a partir de la segunda página olvidé completamente. Harami, bastarda, día jueves, interesante. Debía ser día jueves para Mariam pues esperaba la visita semanal de su padre Yalil. Bueno, a ver qué tal la página siguiente, y así hasta que, tal como en un tobogán en que luego de tirarse ya no se puede parar, la trama comienza a agarrar vuelo y no es muy posible dejar de leer. Responsabilizo a este libro por haberme quedado dormido a lo menos tres días de esta semana y llegar tarde al trabajo pues cuando he apagado la luz por las noches, después de leer algunas páginas, me encuentro demasiado exaltado como para dormir tan plácidamente como quisiera. Definitivamente no es una lectura recomendable si lo que se busca es dormir. Anoche mismo soñé, creo, con talibanes y lanzacohetes, con Mariam, Laila y Rashid. Pero qué mujeres. Hoy venía en la micro rumbo al trabajo y pensaba lo cercana que debe ser esta obra a las muchas vivencias reales de personas que en este mismo momento, mientras escribo yo estas líneas en la comodidad de mi hogar, sufren la misma violencia atroz de estas dos esposas. Ninguna llegó a los treinta con todos los dientes porque su amoroso esposo se los había sacado a puñetazos. Le gustaba castigarlas dándole correazos en los senos. La única vez que las dos intentan escapar, las encierra bajo llave, separadas, sin agua, bajo el calor sofocante de los días afganos. 
La novela está muy bien escrita y utiliza una estructura que se aleja de la convencionalidad lineal, a pesar de que se anuncia el paso de los años en los inicios de varios capítulos.  El libro está dividido en cuatro partes. Cada una de ellas señala un cambio importante en la vida de estas dos mujeres. En la primera, se presenta a Mariam viviendo como harami junto a su madre Nana, víctima del yinn, esperando las visitas de su padre Yalil, un hombre adinerado de la zona. Se narra también su posterior matrimonio con Rashid, un zapatero de malas pulgas que termina, en este segmento, destrozándole dos muelas al hacerle morder piedras. La segunda parte empieza como una nueva historia, de otra persona, Laila, de nueve años, que es vecina de  Rashid y Mariam, pero que no mantiene ningún contacto con ellos. Se narra el amor infantil entre Tariq y Laila hasta que un misil cae sobre la casa de ella, dejándola sumida en una profunda inconsciencia. En la tercera parte Laila abre los ojos y se encuentra con Mariam y Rashid, cuidándola de las heridas. En esa tercera parte este monstruo le pide matrimonio y ella acepta. Comienza a vivir entonces el calvario que ya ha vivido Mariam a lo largo de 19 años de infeliz matrimonio. Creo que no diré de qué trata la cuarta parte o les revelaré el final del libro. Deben leerlo. A mí me pareció, como decía, una de las mejores lecturas desde hace mucho tiempo, no tan solo porque introduce al lector a una cultura desconocida -lo que siempre se agradece- sino además porque el autor sabe tocar las fibras de cualquier persona que tenga una mínima idea de qué es el bien y qué es el mal. La novela es una montaña rusa que se detiene justo en el último punto final. Muestra en términos brutalmente humanos los efectos de la guerra, arrastrando a los personajes a las más profundas desolaciones. Afortunadamente, y me imagino que de ahí el nombre, la novela intenta dar esperanza y a pesar de lo malheridos que llegan sus protagonistas a las últimas páginas, finalmente lo logra.
Personalmente, me resulta interesante un aspecto: la relación del autor y los personajes con el Islam. A lo largo de la novela uno puede observar la devoción ciega que todos los personajes tienen a esta religión, a pesar de las innumerables prohibiciones que ordena a través de la Sharia (no sé a ustedes, pero el solo sonido de esta palabra me hace imaginar lapidaciones y cuerpos decapitados). Según la ley islámica, se prohibe (en la novela por lo menos), entre muchas otras cosas, leer, escribir, cantar, pintar, o sea, cualquier forma de expresión que demuestre pensamiento o creatividad. De más está explicitar el mensaje: ejército de ovejas ciegas, o peor aún, de zombies cerebralmente muertos. Me llamó la atención particularmente el mandato que prohibía la lectura de cualquier libro que no fuera el Corán. En la novela todos los libros no islámicos son quemados y prohibidos (sí, igualito a lo sucedido en la quema de libros para nuestra dictadura militar) y a pesar de eso, incluso aquellos personajes más dotados intelectualmente, terminaban siguiendo de igual forma las creencias musulmanas en la privacidad de sus hogares (digo esto en realidad pues seguir el islam en público era un mandato y no había elección, pero aquellos personajes más pensantes lo hacían incluso también de forma privada, aún cuando no estuvieran obligados). Parece ser entonces que en la trama el islam funciona no solo como religión sino también como un ordenamiento político y social, algo así como un Estado Vaticano llevado a un país total. En la novela, entonces (no sé en la vida real, nunca he vivido en Afganistán), es posible vivir atormentado por las coerciones  político - sociales de una religión y, al mismo tiempo, aceptar las fe que ella impone. Resulta no menos que curioso. Me hace pensar que, a pesar de que el autor muestra los abusos en que cae repetidamente el islam, intenta, por otro lado, rescatarlo o reposicionarlo para mostrar también que esta religión puede unir y no tan solo matar.

lunes, 4 de febrero de 2013

Libros de Luca

Bueno bueno, ya terminé de leer un libro y he comenzado a leer otro. No sé de cuál hablar primero, si del bueno o del no tanto. Vale, creo que estoy siendo injusto, creo que quizá debiera mejor decir del bueno o del buenísimo. A ver, hablaré primero del bueno, del que me ha regalado mi madre y que he comentado en algunos posts anteriores. Me refiero a Libros de Luca, de Bierkegaard. Fue extraño en realidad lo que sucedió con ese libro porque a pesar de que nunca me enganchó al 100% (como me engancha, por ejemplo Paul Auster), sentía algo así como la necesidad, digamos, de seguirlo leyendo. Qué raro ¿ah?, ¿por qué pasarán esas cosas?, esas necesidades un poco inexplicables. La historia era buena y la idea también. La posibilidad de que un lector pueda incorporarse a la trama del texto como texto mismo para vivenciar la historia desde adentro, eso, en realidad, resulta interesante. Me recordó la experiencia que a veces se siente en la lectura cuando se empiezan a borrar las letras y las páginas para dar paso a la vista de imágenes de lo narrado, con los personajes viviendo y actuando ahí dentro de la cabeza como si estuvieran afuera. Me recordó mucho a Matrix y a la manera que tenían los protagonistas de entrar al programa computacional a través del puerto instalado en sus nucas. Esto fue algo similar, pero no era el computador el que posibilitaba esta introducción a una nueva dimensión, sino la lectura, la lectura de libros cargados de lecturas anteriores. Sí, porque el libro parte desde la premisa de que cada lectura anterior deja una carga en el texto físico, en el libro, una carga que los protagonistas de la novela podían utilizar con sus poderes para influenciar la lectura y por tanto la manera de pensar de los lectores. Había dos bandos, los transmisores y los receptores. A decir verdad, no recuerdo muy bien cuál era la especialidad de estos últimos, pero la de los primeros (transmisores), era la capacidad de percibir mentalmente la lectura de otras personas y amplificarla o disminuirla a voluntad. O sea, podían manipular la experiencia lectora de las personas de acuerdo a lo que se quisiera lograr. Hasta el momento estos poderes habían sido utilizados con el único fin de beneficiar la experiencia lectora de las personas (¿habrá algún sinónimo que pueda utilizar en vez de "lectura" o "lector"?), pero la historia comienza justamente cuando el dueño de la librería que funciona como sede central de la novela, muere víctima de una lectura. En ese momento los protagonistas se dan cuenta que han comenzado a ocurrir extraños sucesos que parecen indicar un mal uso de este tipo de poderes. Hay más gente que comienza a morir (por cierto si puedes manipular la experiencia lectora de alguien, incrementando pasajes de pena, de agonía, de mucha alegría, etc), no resulta tan descabellado que puedas morir si alguna de estas emociones es amplificada sin límites. A partir de ahí, el objetivo entonces es saber qué diablos sucede. El protagonista, Jon Campelli, es el hijo del librero asesinado, un abogado exitoso que finalmente decide dejar su trabajo para tomar parte en la investigación que intenta determinar si su padre fue realmente asesinado. Así van pasando las páginas. Conoce el amor (elemento infaltable en cualquier novela, parece) que funciona como su pareja investigativa, averigua que un cliente suyo está vinculado con todos los hechos y... no diré más. Deben leerla. Ahora diré lo que me pareció. Me pareció buena, en realidad. El autor logra hacer verosímil lo que parece descabellado, sin embargo, creo que hay algunos aspectos en los que la novela queda floja, nada grave de todas maneras. Para sus 500 páginas, creo que aquel elemento que funciona como antagonista, la Organización Sombra, podría haber sido mejor presentada. Si esta institución malévola goza de la misma antigüedad que la de los buenos, debería dedicársele más que el rumor de uno de los personajes secundarios. Además, creo que el nombre de esta institución es un pelín burdo, como si estuvieran declarando su intención de maldad a pesar de que ellos se sienten como los verdaderamente iluminados. Otro de los elementos que la novela no presenta bien, según mi opinión, es la diferenciación de los dos grupos que conforman los Lectores, este grupo de personas con poderes especiales. Queda claro cuál es el poder de los transmisores (la novela se centra en ellos un 90%) pero los otros caen en el olvido con rapidez (ya ven que ni siquiera me acuerdo cómo se llamaban). Y el problema de esto es que cuesta entonces comprender cuál es el rol de aquellos que no son transmisores dentro de las acciones que se presentan en la narración. Digamos, la ausencia de este elemento termina desorientando a los lectores reales, o sea, yo o mi vecino, de carne y hueso. Vargas Llosa dice que la lectura necesita lectores activos que trabajen codo a codo con el autor. Estoy seguro que sí, pero es el autor quien a través de su narrador debe ir guiando la construcción que el lector va haciendo del texto pues de lo contrario se cae en el riesgo de perder el hilo de la lectura y, finalmente, dejar el libro a un lado. Como dije, estuve lejos de que eso me pasara. El libro me gustó, lo encontré bueno, de pasada me di cuenta que los seres humanos somos más parecidos de lo que creemos, incluso aunque vivamos separados por miles de kilómetros de distancia. Chilenos y daneses nos molestamos por las mismas cosas, comemos pizza y nos gusta leer. Somos humanos, después de todo.
Acabo de recordar que también quería hablarles del otro libro, del buenísimo, pero creo que eso lo dejaré para algunos días más adelante, cuando lo haya terminado de leer. Solo adelantaré que se llama Mil soles espléndidos y que narra las vivencias de dos mujeres afganas, Mariam y Leila, bajo la dictadura de su horrendo y  seboso esposo, Rashid. 

Simplezas

Mi vida se forma de días relativamente simples. Me levanto temprano hace cuatro años, cuando todavía está de noche, me ducho, tomo desayuno y me vengo a trabajar al campo. Como buen pájaro nocturno que soy, he debido acostumbrarme casi a la fuerza a disfrutar las mañanas.  Al contrario de lo que pueda pensarse, la gente de estos lugares tiene la misma cantidad de problemas que los de las ciudades. Cuando hay sol y el día está tan fresco y agradable como este, disfruto haber llegado a la pega. Me hago una taza de café que aromatiza el ambiente y el organismo, y me siento en mi escritorio para teclear cosas como esta, esperando que el primero de la jornada toque mi puerta. A veces llegan todos, a veces no llega ninguno. 
Tengo una pequeña ventana en la pared derecha. Cuando se van me pongo de pie y observo desde ahí el sitio vecino, cubierto de maleza desde hace años. Hay una perrita que tuvo diez cachorritos. De repente lloran todos juntos y de repente callan. 
Las mañanas son bellas de vez en cuando. El sol golpea las flores del patio con delicada suavidad y la naturaleza nos regala su sonrisa... qué cursi, ¿ah?

lunes, 14 de enero de 2013

¿Qué harás con esos libros?

Ya han pasado algunos días de esas fiestas tremendas llamadas  navidadaño nuevo. Inevitablemente se empiezan a alejar las imágenes de compras compulsivas y fuegos artificiales para dar paso a la idea de la playita y sol de las vacaciones. En mi país, Chile, tenemos una costa de más de cuatro mil kilómetros. Tenemos también, a pocas horas de ese mar, una tremenda cordillera que en invierno está llena de nieve, tenemos valles, los mejores vinos del mundo, tenemos piscinas, librerías, teatros, vacas, caballos, laboratorios, casas y gente relativamente hospitalaria. O sea, hay panorama. En verano la zona se llena de turistas, principalmente argentinos, buscando la mano chilena que siempre sabe arreglársela para armar alguna arrancadita de rutina. Desgraciadamente, como muchos otros compatriotas, hay quienes seguimos trabajando en estas fechas calurosas, por lo que cualquier posibilidad de entretención tiene que ver más bien con la idea de cambiar de escenarios a través de la lectura de algún buen libro y no tanto con la posibilidad de realizar viajes en carne y hueso. Será por eso quizá que siempre pido libros como regalo de navidad y cumpleaños (sucede que estoy de cumpleaños dos días antes de navidad, para ser exactos, el 23 de diciembre, sucede también que estoy haciendo un máster en literatura), o debiera decir mejor cumpleaños y navidad. Este año 2012 que recién pasó no fue la excepción y aunque ni siquiera los pedí, me llegaron por lo menos cuatro. Uno me compré yo (fue un autoregalo: Conversaciones con Mario Levrero, que aún no termino), dos me regaló mi madre y el último me lo dio mi tía un poco atemorizada pues no sabía si iba a gustarme. Tía, le dije yo para sacarla del aprieto, si el libro cuenta una historia, ya es suficiente para mí, regálemelo con toda confianza.

Mi madre dedicándome su regalo :)

Esa noche, luego de la comida familiar, nos entregamos los regalos. Mientras todos sacaban electrodomésticos y todo tipo de utensilios envueltos en bellos papeles, yo saqué lo que sabía que recibiría (sin saber todavía sus títulos) y una vez abiertos, me los quedé contemplando arriba de la mesa. Bien bonitos que se veían. Uno de ellos, el que me regaló mi madre, Libros de Lucadel danés Mikkel Birkegaard partía así: 

"Todos los amantes de los libros 
saben del poder de la palabra escrita, 
pero no se imaginan hasta dónde 
puede llegar"

Fascinante, ¿no?, ese sería sin duda el primero que empezaría a leer.
El resto seguía engullendo los pedazos de comida que aún tenían en sus platos. Mi papá se esforzaba en atender bien y nos seguía sirviendo vino a quienes queríamos seguir tomando. Mi tía y yo extendíamos las copas casi al mismo tiempo una vez vaciadas de la repetición anterior. De repente mi abuela me habló. ¿Qué harás con ellos?, me dijo, señalándome los libros que tenía en la mesa. Antes de seguir debo hacer una aclaración. Si yo amo la lectura, es porque algunas personas en mi familia la amaron también. Una de estas personas fue mi abuela, la misma que en ese momento me preguntaba qué haría con los libros en un tono que me atrevería a llamar irónico. ¿Leerlos?, respondí yo. Sí, pero qué harás luego, preguntó nuevamente. Luego armaré con ellos una gran biblioteca que cuando muera donaré y llevará mi nombre. Bromeé y menos mal que rio. Enseguida siguió conversando de otras cosas con el resto de las personas, y a pesar de que yo intentaba incorporarme a algunos de los temas que se hablaba, la pregunta de mi abuela había quedado dando vueltas en mi mente, como si tuviera la secreta sospecha de que su cuestionamiento encerraba también algo de verdad.
-¿Más vino?
-Por favor.
¿Cuál era el objetivo de acumular cientos de libros si yo mismo tengo la práctica de no releerlos para no quitarle espacio al disfrute de uno nuevo? Me pregunté lo mismo que me preguntaba ella. ¿Acumularlos? ¿Y para qué? ¿Acaso no estarían mejor dando vueltas, circulando de mano en mano, aprovechándose, leyéndose, en vez de estar llenándose de polvo en mi biblioteca? Algo así como cargo de conciencia había entrado en mí. ¿Qué utilidad había en todo ello si más encima no suelo nunca prestarlos?
Después de un rato todos se fueron y yo comencé a armar mi cama en el comedor de la casa una vez que hubieron sacado los platos de la mesa. La pregunta continuaba en mi mente. 
A la mañana siguiente desperté mirando el techo, observando cómo el sol se colaba por las cortinas de esa bella ventana llena de enredaderas. Me relajaba mucho observar las delicadas líneas que se dibujaban en el techo gracias al género de la cortina que no permitía que pasara toda la luz. Me quedé así por largo rato hasta que el ruido de los niños vecinos me obligó a desperezarme. Me levanté y miré unas pequeñas figuritas de cristal que mi abuela tenía muy bien ordenadas en uno de los muebles. Había comprado ella misma, a sus 81 años, un espejo como base, para darles reflejo. Me fijé en un pequeño osito de vidrio que desde su cuerpo salían pequeños trocitos de cristal como pequeñas puntas. Había otra figurita de una pequeña locomotora. Y entonces algo así como una respues a su pregunta cayó a mí (y la respuesta cae al alma como al pasto el rocío, creo que habría dicho el Poeta).

Voy en la página 332 de 549

Si mi abuela había preguntado para qué servían un montón de libros apilados en mi dormitorio cuando nadie los estaba leyendo, me preguntaba yo entonces para qué le servían a ella un montón de figuritas de cristal que se llenaban de polvo sobre uno de sus muebles. ¡Eureka!, servían para lo mismo, en realidad. Pero la única enorme diferencia era que mis adornos podían tener utilidad práctica en cualquier momento, en cuanto yo quisiera, mientras que los de ella sólo servían para entretener la vista durante algunos minutos y nada más. Yo podía abrir un libro y sacar vida de su interior, nuevas lecturas, nuevas interpretaciones, nuevos mensajes. Incluso habiendo leído ya varias veces algunos ejemplares, siempre resultaba posible continuar extrayéndole jugo nuevo a esas frutas que no se agotan. Mientras tanto, mientras otros esperaban su turno para ser leídos por primera vez o para ser releídos una segunda o tercera, cumplían la función de  embellecer mi lugar, así como lo hacía mi abuela con las figuritas de cristal. Si había gente que tiene colecciones privadas de cuadros famosos, u otros con colecciones de automóviles, yo podía tener libros. Pinturas y autos exigían millones, mientras que los libros, por el contrario, solo pedían lo que mi bolsillo tuviera al momento de ser comprado, usualmente no más allá de 5000 pesos en alguna feria libre. Mi museo, mi pequeña Alejandría, ahí, destinada a recibir mi nueva pieza para que luego de mirarla mil veces, me decidiera a leerla. Mientras tanto leeré otros. Así es la vida ¿no? Tengo libros que me esperan hace años.Tengo otros que creo que nunca leeré (que he intentado leer ya varias veces pero que por alguna misteriosa razón nunca han logrado agarrarme). A veces compro y los leo de inmediato, o a veces me los regalan y antes de atreverme con ellos, los dejo reposar algún tiempo. Todo va en los gustos del lector y, dentro de estas artes, todo es válido mientras uno se mantenga leyendo. No soy del tipo de lector masoquista que gusta intentar leer una y otra vez lo que no entiende o lo que no logra asir (bueno, salvo con Virginia Woolf). Si quiero leer es porque quiero entretenerme, quiero pasar un rato estimulado y atento, situación que no lograré si no logro por lo menos comprender qué diablos quiere decir el autor.
Retomando el asunto, no quiero que se me mal interprete. Jamás podría estar sugiriendo que la función de los libros es ser un adorno... ¡jamás! Los libros están presentes para ser leídos, pero una vez que eso ocurre y leemos otros, podemos perfectamente dejarlos descansar ante nuestra vista para contemplarlos como los bellos objetos que son. He conocido gente que solo tiene libros como adornos y es una lástima. He conocido otras personas que ni para adorno los tienen y los ponen en cualquier sitio, casi como con vergüenza, escondiéndolos del resto. No sabría decir cuál de estos dos últimos especímenes está más equivocado que el otro. Después de todo, uno ordena su vida de acuerdo a sus propias prioridades. Si la lectura no es lo tuyo, o más bien, si no has descubierto que la lectura puede ser lo tuyo, pues claro que logro entender que  quieras hasta esconder los textos. Pero cuando, por el contrario, has encontrado la dicha, el gozo, o cualquier palabra que refleje ese tipo de estado de ánimo a través de la lectura, gracias a ese montón de letras que te narran bellamente ordenadas en un número de páginas, cuando eso te pasa, simplemente no vuelves atrás, y necesitas convivir con los libros y, por qué no, rodearte de ellos y utilizarlos, entre otras formas, como los bellos adornos que también son.

miércoles, 2 de enero de 2013

Barrio Alto

Barrio Alto
Hace un par de días terminé de leer Barrio Alto, de Hernán Rodríguez Matte (ojo, por favor, "Matte"), editado por Alfaguara. Debo reconocer que incluso antes de comenzar la primera línea, se habían activado en mí todos los prejuicios posibles ante un libro con tal nombre. ¿Quién era este nuevo cara de palo -pensaba- que se atreve a escribir jactándose de su cuna acomodada, dentro de un tiempo en que el comunismo parece estar tan de moda? ¿Quién era este hijo de su padre que tenía el coraje de enrostrar a los lectores el hecho de no haber nacido en una posición tan acomodada como la suya? Un valiente, sin duda. Este personaje era Hernán Rodríguez, como dije, rubio (y señalo este aspecto pues el narrador lo menciona repetidas veces a lo largo del texto) y bien parecido. Con esas características el texto no dejaba de ser una osadía digna de explorar, después de todo. 
Tomé el libro una noche en que no tenía mucho más que hacer. Un amigo lavaba la olla en que yo más tarde tendría que cocinar arroz y como se tomaba su excesivo tiempo en estos asuntos domésticos, me eché en el sillón de su casa con el libro en las manos para pasar un poco el rato. Estoy cansado de masturbarme... Primera línea. Hummm. Esto me suena conocido. Me suena a adolescente en crisis tirando mierda al mundo por papis ausentes. Me suena a un lejano Matías Vicuña actualizado a un presente un poco más contemporáneo. Listo, ya sabía de qué trataba y a partir de ahí no podía esperar sorpresas. Fui avanzando página tras página con una vaga sensación de entretención pero con la idea de que algo faltaba al asunto, de que la sopa tenía todos los ingredientes pero le faltaba la sal. Sí, algo faltaba ¿Qué podía ser? La lectura se había vuelto monótona, ya iba en la mitad del libro y el texto no dejaba de ser la narración de diversas situaciones que quedaban despegadas las unas de las otras. Parecía un diario de vida (bueno, en realidad está escrito en primera persona), pero no uno en que hay una lógica (incluso la lógica de lo ilógico) sino más bien en uno escrito como un collage de experiencias esparcidas en el papel sin ningún hilo conductor. Así podíamos mantenernos toda la vida. ¿Hacia dónde íbamos? Ya llevaba más de la mitad cuando supe que en realidad no íbamos a ninguna parte más allá de lo que ya había leído. Faltaba el motor, el motivo, el conflicto -dirían los entendidos-, la tuerca principal que enganchara todas las otras pequeñas tuercas de la decadencia que el autor intentaba ilustrar a través de las vivencias del protagonista. Recordé entonces cuando Stephen King decía que solo era posible distinguir los libros buenos de los libros malos leyendo la mayor cantidad posible. Se afinaba el ojo, se sentía si a la orquesta le fallaba algún instrumento o si todos tocaban al mismo ritmo, eso mismo que nos pasa a los psicólogos cuando detectamos que algo no funciona muy bien en alguna persona (un profesor solía decir que los trastornos de personalidad se "olían", se "olfateaban").
No creo que Barrio Alto sea un mal libro. Me entretuvo bastante y un lector entretenido suele ser benévolo en sus comentarios, como lo he sido en éstos; solo que pienso que podría haber sido mejor. Recuerdo a Hemingway y su Por quién doblan las campanas. Robert Jordan perfectamente podría haber conocido y amado a María mientras caminaba por los cerros de España y haberse quedado con esos elementos. Pero no, Hemingway le dio un piso a la historia, le dio la Guerra Civil Española para poner a los enamorados en verdadero jaque. Era un amor en relación a algo superior. Barrio Alto, por el contrario, no da piso a las vivencias del protagonista. Podría bien haberle puesto quizá una enfermedad, o vaya a saber uno qué cosa. Si bien el grupo de amigos acompaña al protagonista en la mayoría de sus correrías, no es capaz de constituirse como la base de la historia; ni la depresión de Benjamín, ni su uso de drogas. Como digo, la banda se queda sin escenario y tuvo que tocar desde el suelo y sin amplificación. Si tuviera que calificar el libro, le pondría un 6. Fue entretenido para pasar mis interminables horas en bus rumbo a Santiago, pero podría haber sido mejor.