viernes, 28 de octubre de 2016

Duma Key - STEPHEN KING. El anhelo de un buen descanso.




El gran maestro del azar es Paul Auster. Lo dice él mismo en sus escritos autobiográficos y lo muestra en sus narraciones creativas. Hay hilos que no vemos que gobiernan las acciones del mundo. Así lo cree él y eso parece ser –por lo menos de vez en cuando- este asunto de la realidad.
Hace algún tiempo tomé Un saco de huesos, de Stephen King y me produjo fascinación por el planteamiento principal de la historia: un sujeto que luego de una experiencia de dolor, se retira a la soledad y ocupa la creación artística como método curativo. Michael Noonan, el escritor protagonista, de esa forma, logra vencer un bloqueo creativo y se dedica de lleno a la creación de una novela que termina por salvarle la vida. Luego de terminar Un saco de huesos, quedé con ganas de más letras de ese estilo y, sin saberlo, me dirigí a mi estante para ver qué libros del maestro no había hojeado (de pronto llega esto de leer solo de un mismo autor). Tomé entonces uno que había comprado hace algún tiempo, antes que Un saco de huesos, de hecho, y comencé a leerlo. La similitud me sorprendió. Trataba de un hombre que luego de un accidente laboral en que casi pierde la vida (pierde un brazo, de hecho, y parte del cerebro), se separa de su esposa y se retira a una casa de playa que decide llamar Duma Key. En ese lugar, y por sugerencia de su terapeuta, decide retomar un pasatiempo olvidado: el dibujo y la pintura. Comienza a pintar con tal maestría, que llama la atención de las galerías de arte de alrededor y arma su primera exposición. Nadie sabía, sin embargo, que los cuadros estaban malditos y no eran más que la manifestación de un espíritu maligno –Perséfone- que cada cierto tiempo, al liberarse de sus cadenas, sale al mundo para hacer de las suyas. Edgar Freemantle, sin saberlo, vende sus cuadros y cada uno de los compradores empieza a morir de forma horrible, hasta que nota la conexión que existe entre su propia situación y la de la dueña de la casa que arrienda, Elizabeth Eastlake, una anciana y adinerada mujer que, en sus últimos momentos de lucidez por el Alzheimer, le advierte el cuidado que debe tener. Edgar descubre que Elizabeth comenzó a dibujar en su infancia luego de recibir también un golpe en la cabeza, igual que él. Descubre también que luego de un tiempo la vieja abandona el arte misteriosamente, después de que sus dos hermanas menores se ahogaran en el mar.
Con las muertes que le comienzan a rodear, Edgar sospecha que él mismo es víctima del ente que en su momento atacó a las hermanas de Elizabeth, ahogándolas en el mar. Corrobora su idea cuando su propia hija muere víctima de una de las curadoras del museo donde expone sus cuadros. Edgar decide entonces ponerle fin al asunto y se va en busca de la fuerza que está detrás de la maldición de las pinturas. Se prepara rápidamente con sus amigos, Jack Cantori y Wireman y se internan por la vegetación inexplorada que va más allá de la maleza tipo jungla que impide el paso de cualquier transeúnte. Después de algún rato de caminata y vivir encuentros con personajes que me hacían creer que estaba leyendo en realidad Alicia en el país de las maravillas (sapos maravillosos, caimanes gigantes, zombies tipo Samara de El Aro), llega a una casa medio derruida por el tiempo, la vieja casa de Elizabeth de su infancia, donde vivía con su papá y hermanas. Busca los dibujos de la anciana pero no los encuentra. No ve más alternativa que dibujarlos él mismo, ayudado por una muñeca negra que en voz de Jack ventrílocuo le permite un trance en que visualiza las imágenes. De esta forma se entera dónde está Perse y de qué forma poder anularla: debe meterla en agua dulce.
Como en otras ocasiones, no contaré el final. Esta última travesía se hace de pronto un poco densa pero cumple cabalmente con las expectativas que los fieles lectores tenemos del maestro. La obra toca como una arpa cada fibra emocional de quienes entramos en su mundo y nos deja al final de la historia con el alma apretada. King, lo hemos visto quienes lo leemos regularmente, presenta en esta novelas temas que le son ya comunes: la exploración del mundo oculto de los niños -mundo que por no ser visto tiene amplias probabilidades de ser siniestro-, la idea de un ser maligno que sale cada cierto tiempo para hacer de las suyas hasta que un nuevo guerrero le pone un alto por otros tantos miles de años (It, como obra paradigmática), las relaciones matrimoniales (El resplandor), la exploración de lo que sucede luego de nuestro último suspiro (Revival). Las últimas novelas de King van de la mano también con la madurez del escritor que comienza a vislumbrar a través de su pluma sus últimos años. Duma Key presenta también la historia de supervivencia de un hombre víctima de un accidente horrible, algo similar a lo vivido por el mismo King cuando fue atropellado (aunque la novela estrella con respecto a esto último es Buick 8), vale decir, vemos en la obra del maestro no tan solo cómo su textos hacen guiños con otros textos suyos y de otros autores, sino también cómo las propias experiencias de vida se plasman en las vivencias de sus protagonistas.
Me pasó algo particular con este libro. Si alguien me hubiese descrito lo que significa que te hayan echado un mal, al momento de la lectura me sentía precisamente de esa forma. No quería ir a trabajar y sentía un saco de papas sobre mi espalda. Ese fue el contexto de mi vida cuando Duma Key llega a mis manos. Al momento de leerlo me sentí profundamente identificado con su protagonista (al igual que con Un saco de huesos) y lo único que de verdad ansiaba era tener un lugar como Duma Key para hacer lo mismo que el protagonista del libro: sopesar mi vida y estar en paz. Desafortunadamente no soy millonario –a diferencia de Edgar Freemantle- y por tanto hay ciertos lujos que no me puedo dar, como pasar una temporada alejado del mundo. Quizá por eso el libro me arrastró tan profundamente a las vivencias de este sujeto que sentí que compartía junto a él durante sus días en esa casa llena de posibilidades. Para el que lo haya leído: “si no puedes ser artista, transfórmate en un mecenas”, o en palabras más apropiadas para el mundo lector: “si no puedes vivirlo en carne propia, al menos léelo”.
Buen libro. Recomendable. Personal y emotivo.