martes, 30 de enero de 2018

Bueno, la idea nunca ha sido escribir de lo mismo. Ni para mí, ni para nadie que le guste esto de sentarse a teclear ideas sobre cualquier cosa. Hasta ahora solo he ido comentado algunos libros pero quisiera esta vez hablarles sobre un lugar. Ese lugar es el Cementerio General de Concepción. Y a pesar de que no lo he caminado entero porque cada vez que voy me dirijo a una tumba específica, creo que vale la pena describir aquí por qué aquel sitio debería ser visitado por los turistas, o a lo menos por aquellos que andan en busca de lo escabroso.
El Cementerio General de Concepción cambió, no hay duda, después del gran terremoto del 27 de febrero de 2010. Como si fuera un pasaje bíblico, sus bóvedas cerradas hace centurias se abrieron para dejar expuesto lo que las familias se esforzaron siempre en mantener bien oculto de ojos y narices. La tierra se movió y junto a ella los miles de muertos que reposaban adentro de sus sarcófagos. Los mausoleos se cayeron, algunas tumbas en tierra se hundieron más, otras emergieron hacia la superficie, y los grandes edificios construidos solamente para el descanso de las ánimas se agrietaron del tal forma que ni los incorpóreos pudieron seguir durmiendo: fue necesario moverlos. Pero ¿hacia dónde?, se preguntaron las autoridades, pues no había más cementerio que aquél. No podían dejar a los muertos esparcidos por las calles, recordando las viejas épocas que los vecinos todavía se esforzaban por olvidar. Tampoco podían dejarlos en su sitio, pues éstos ya no existían. Mucho menos hacer cargo a las familias que ya bastante tenían con intentar sacar el agua y barro de sus casas. No había nada más que hacer una cosa. Y a pesar de que esa cosa fue siempre secreta y hasta el día de hoy no muchos lo comentan, sí es común encontrarse con algunos que, desafiando el orden de los elementos, se atreven a bromear con el peculiar olor a carne asada que desde atrás de los cerros municipales se esparció por toda la comuna durante aquellos días. Los perros fueron los más afectados, dicen las viejas. La tía Oriana, asidua vendedora de cuchuflís del sector, asegura que mientras se acercaba a uno ofreciéndole una golosina, al can se le reventaron las glándulas salivales de tanto babear y ahí quedó tirado en plena calle, contorsionándose por los rigores de la crisis. Otros dicen que el olor no venía de atrás de los cerros municipales sino de los mismísimos edificios que rodean al camposanto, como guardianes de concreto que recuerdan a sus moradores que en algún momento, en no mucho tiempo más, tendrán que mudarse de sus viviendas pasajeras hacia las definitivas. Ahí, en esas calles, fue donde se vio el tráfico vacuno (decían), en que las vecinas tapadas hasta los ojos disfrazadas a lo joven combatiente, entraban kilos de carne antes de que se descompusiera más. Y entre los gritos de los niños hambrientos, se había armado, a punta de carbón, un comedor socialista donde muchos aprendieron por primera vez el significado de la palabra compartir.
A partir de esas fechas muchos comenzaron a preguntarse por las posibilidades comerciales del barrio y como la municipalidad andaba más preocupada de salvar gente que de cursas multas, decidieron botar paredes para instalar florerías y, entre medio, una que otra carnicería.
La necrópolis, así, entregó desde sus entrañas un broche de oro a la ciudad, ya no solo resguardando a los muertos de los vivos, sino que satisfaciendo las ansias carnívoras de los que desesperadamente buscaban una manera de sobrevivir. La tía Oriana hoy en día no habla del asunto, pero una mirada astuta nos revela que por cada muro, aún cuando sea el muro de los muertos, se abre una historia mucho más rica en proteínas y nutrientes. ¿Quiere un cuchuflí?, pregunta. Y agrega: quiera Dios que el próximo movimiento, los pille persignados.

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