Caminamos por una colina
oscura donde los
nuestros pies.
Horriblemente
desfigurados
por la explosión,
descansaban una muerte
que no era de paz
sino de
dolor machacado
para siempre sobre
sus caras sin rostro. Alumbrando con una
vela, o lo que quedaba de ella, intentando
sortear los espacios vacíos que
tantas manos
y pies desmembrados quedaron ocupando
silenciosamente, de pronto sentimos,
en la
noche, que algo se movía al fondo. Un ojo
rasgado inyectado en sangre se
abrió para
observarnos. Ahí estábamos, Hiroshima nos
miraba, a tres días ya
después del fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario