domingo, 17 de febrero de 2013

Me llamo Patricia

Me llamo Patricia. Trabajo en una cafetería. Trabajo en una cafetería en el centro de la ciudad. Centro de la ciudad. Ciudad que se llama Concepción. Concepción está en Chile. Y la cafetería está en el centro de la ciudad. Aprendí a hablar hace poco, cuando los médicos me devolvieron la razón. Antes estuve postrada en una silla de ruedas mirando la lluvia de Santiago. Pensaba cosas que no recuerdo. Los recuerdos se fueron con el viento. Se fueron con el viento hacia el sur. Hacia la desembocadura. Allá se quedó todo.
Cuando llueve, también llueve acá, me pongo un impermeable que guardo en el baño y que cuando regreso dejo en el mismo sitio para que estile. Sobre la ducha lo dejo, para que estile. Cuando salgo. Cuando salgo camino por las calles y las personas me miran por mi forma de caminar. Camino con las manos. Con las manos camino, de abajo hacia arriba, mirando el suelo en vez del cielo. En verano las manos se me pegotean con chicles. Con chicles. Con chicles de fruta, menta o de ambos sabores. Pero no aprendí a hacerlo de otra manera. De otra manera, cuando me devolvieron la razón allá en el norte. Era todo lo que podían hacer, según dijeron antes de soltarme, allá en la Alameda, cerca del lugar donde murió este niño. Apaleado. Lapidado a patadas. A patadas.
Trabajo en el centro de una ciudad. Llevo cafés a las mesas. Subo por una escalera. Una escalera a la que le entra el agua en invierno y el impermeable se me moja hasta la cintura. Hasta la cintura, desde la cabeza hasta la cintura. Porque en el norte me arreglaron. Pero me dejaron media pitiada. Es todo lo que hay. La gente me mira por las calles.

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